Por Bryan Cóndor
Ciertamente esta sombra no es mía. Hace más o menos un mes que me persigue. ¿Adónde fue a parar mi sombra? No lo sé, y sinceramente no me lo pregunto. La ansiedad que me produce esta presencia extraña y constante no me permite pensar en otra cosa. Ahora mismo, está aquí, viéndome escribir esto.
Cómo olvidar la noche en que empezó todo. Volvía, como de costumbre, de cumplir mis obligaciones diarias –obligaciones que constituyen toda mi vida, porque además de eso, no hago nada más que dormir- cuando de repente la vi; Era ligeramente más alta que yo y más ancha, aunque cualquier cosa lo sería, considerando que soy un tipo delgado, muy delgado. Llevaba el cabello largo y según sus formas, pude notar que vestía diferente a mí, pero parecido en cierta forma. A ojos de cualquiera podría pasar más o menos como mi sombra, pero juro que no lo es. Los espasmos que siento en el estómago, que me impiden comer y me provocan náuseas, la imposibilidad de respirar normalmente y me obliga a coger aire con la boca, los movimientos involuntarios de mis rodillas y la tensión que me lleva a juntar las manos, como en una oración lo confirman. Debo decir, además, que esta sombra ni siquiera pretende parecerse a mí. Es autónoma. Permanece de pie aún si estoy sentado; mira a todos lados cuando vamos caminando, como buscando evitar un encuentro indeseable. Incluso camina unos metros más por delante cuando ya estoy quieto. Pero me espera y vuelve a seguirme, a veces a la par, a veces ligeramente detrás. Y no sé por qué.
Intenté no hablar de esto con nadie, pero cuando el insomnio se hizo insufrible y apenas tenía fuerzas para levantarme de la cama lo comenté con Nadia, mi madre, quien preocupada por ver como mis clavículas y mis pómulos se pegaban al hueso y sendas ojeras aparecían, dándome un aire perturbado y enfermizo preguntaba qué era lo que me tenía en aquel estado, tan miserable, tan lastimero. Nada más contárselo me tildó de loco y me aseguró de todas las formas posibles que la sombra que se dibujaba en el piso era la mía. Aunque intenté mostrarle lo ya expuesto líneas arriba, siguió en sus trece. Pasó del enojo a la condescendencia y luego a la compasión, y ¡Dios santo!, cuánto asco siento de la compasión. No soy un enfermo que necesite la pena de los demás. Soy un tipo atormentado por una sombra que no es suya.
Sin embargo, confieso que por momentos esta sombra parece dispuesta a irse. Al apagar las luces, desaparece completamente. Al encenderlas, es tan tenue que apenas se nota. Y contrario a la tranquilidad que podrían pensar que me da esto, me genera más angustia. Porque si la sombra no está, me quedo solo, pensando en por qué vino, por qué ya no está, qué quiere y si acaso regresará. Es difícil pensar que un hecho como este suceda porque sí y no podré estar tranquilo hasta tener todas las respuestas. Por eso, opté por iluminar mi habitación con velas; éstas resaltan su presencia. Y me dedico a observarla. Incluso he hecho algunos dibujos que trato de interpretar al día siguiente. Se ríe, baila, hace gestos obscenos. Parece divertirse conmigo. Sabe que, en cierta forma, estoy a su merced. No puedo vivir con ella. Pero tampoco puedo vivir sin ella.