El chico del guante naranja: Elvis, diecisiete años, cuenta su historia
por Carlos Velasco.
Sufre de polio desde muy pequeño y recorre las calles del centro de Lima buscando superarse ante tanta adversidad. Sin embargo, por su fanatismo futbolero y su constancia mantiene un espíritu emprendedor.
Sufre de poliomielitis. Camina los viernes, sábados y domingos por la calle Capón. Se levanta a las 5 de la mañana. Y empieza su jornada tomando la línea 13, una coaster morada, que trae a Elvis desde Yerbateros, y lo deja en Abancay con jirón Ucayali. Cruza el jirón Ayacucho y Andahuaylas hasta llegar al chinatown peruano, más conocido como calle Capón.
No suele ir a menudo a dicha calle, porque considera que el resto de días de la semana, no vende muchos caramelitos de menta. Él prefiere vender sus caramelos cerca al Mercado Central o recorrer Paruro, pues en esos lugares hay más gente y es fácil vender las dos bolsas de dulces que lleva en su mochila. Cuenta que no es fácil llegar a ese objetivo, ya que ha recibido alguna vez agresiones por parte de serenos, que llegan a quitarle las bolsas y el dinero recaudado.
La cantidad de ambulantes, en esa zona, es sorprendente, pero las historias tienen que buscarse por debajo de las piedras, puesto que una historia acerca de la cultura China solo se encuentra a determinadas horas. Tras recorrer, cientos de veces, aquel espacio fundado por chinos de Cantón, Sichuán y otros lugares de China. Las historias del antiguo imperio asiático escasean.
En las galerías ofrecen desde masajes y manicure de jóvenes y guapas chicas hasta juguetes marca Lego. Nada sale del convencionalismo del día a día y lo peculiar de todas aquellas tiendas era, tal vez, la falta de identidad en los productos chinos. Ninguno de aquellos productos presenta características orientales chinas propias. Como si aquella gran y milenaria cultura hubiese vendido todo su pasado por dólares, euros o, en nuestro caso, soles.
La calle exhibe seis bancos: Scotiabank, BBVA, Interbank, Banco financiero, BCP y Bambif; un Tai Loy y muchos chifas que dan paso a la modernidad que destruyen su antiguo pasado tradicional. Hay curiosos mensajes en las baldosas que se
y mensajes en las baldosas que podías adquirir en la beneficencia china como contó una joven que trabajaba como ayudante de Francisco Choy, sujeto que da el horóscopo chino en el canal RBC, con un puesto en calle que ofrece toda clase de amuletos. Cuando, de pronto, vi por primera vez a Elvis.
Aquel chico llevaba un polo rojo, una mochila negra, un pantalón de terno, zapatillas, una bolsa de caramelos de menta y, lo mas curioso, un guante en la mano izquierda que le servía para no caerse y no rasparse de lleno la mano.
Totalmente agachado a causa de la polio, aquella enfermedad que paraliza parte del sistema nervioso central y ocurre en niños entre cuatro y dieciséis años, pasó a mi costado ofreciéndome algún caramelo acto que fue correspondido de mí parte con cincuenta céntimos de caramelos. Con cinco caramelos, en el bolsillo, me predispuse a abandonar, aquella zona del centro de la ciudad en busca de una mejor historia para el día siguiente.
A las diez de la mañana me encontraba solo, ya sin mi hermano, en busca de la gran historia. Algunos amigos me hablaron acerca de una singular viejecilla que vendía tamales y plantas. Me predispuse a comprar el tamal, en un viejo mercado, donde se encontraba la señora; muy malhumorada, con ganas de vender los tamales, pero ninguna de responder preguntas. Solo contó que era china y llevaba quince años en el Perú.
Tenía dos tipos de tamales, dulces y salados, cada uno a cuatro soles la unidad. Decepcionado por el resultado de mí cometido, y con un tamal en una bolsa en forma de pirámide, entre las manos. Fui en búsqueda de una cremoladeria, famosa por tener las mejores cremoladas de Lima, pero el invierno ahuyentaba a la clientela en busca de algo más caliente como los rollitos de primavera o los min pao que se ofrecen al paso. En una banca con decorado de una casa tradicional china, sentado, volví a ver a Elvis.
Iba vestido con la misma ropa del día pasado. Trabajaba frente del arco de ingreso del barrio chino y recorría la calle en dirección a Paruro. Está vez armado de tripas corazón fui en su búsqueda. Compré diez caramelos y le dije, en buena onda, si quería conversar un rato conmigo. Él dijo sí.
Ambos sentados, en un muro, de un local cerrado, tal vez por ser domingo, empezamos la plática. Le dije que me llamaba Carlos y él me dijo que se llamaba Elvis. Tenía diecisiete años. Era de San Luis, Yerbateros, y llevaba trabajando un año y medio.
Comentó.
Sufre de poliomielitis desde los cuatro años y, en la actualidad, no lleva ningún tratamiento contra la parálisis infantil. Vive solo y el ritmo de vida que lleva es maratónico, se levanta a las cinco de la mañana llega a las ocho en punto y, eventualmente, regresa a su casa a las cinco de la tarde. Hago un paréntesis y le digo si quiere comer el tamal que llevo en la bolsa. Él me dice que sí.
El tamal es una masa de harina de maíz rellena de carne, pollo y otros ingredientes, envuelta en hojas de mazorca de maíz y cocida al vapor.
Entramos en confianza y me acepta como su cómplice, aunque se siente cada vez menos incómodo con las preguntas, inclusive le cuento cosas personales. Él nada tonto y con toda la timidez vencida me pregunta por qué y para qué te interesas en mí. Le cuento que soy estudiante de periodismo y pide que no tomara ninguna foto. Yo acepto. Pero rompería mi promesa.
No conoció a su padre. Su madre falleció cuando él contaba apenas con tan solo nueve años, ella cuidaba de él, e inclusive, ella llevaba a su hijo a una serie de tratamientos para su enfermedad, en Huánuco, su tierra natal.
La muerte de su madre provocó que él aprendiese sobrevivir solo. Llegó a Lima con la ayuda de un tío que poco o nada hizo por él. Alquila un pequeño cuarto, y cuenta aquel niño, que con lo que vende le alcanza para pagarlo. No me dice el precio del cuarto.
Le pregunto, insensatamente, si se ha sentido maltratado alguna vez en Lima, contestó que no. Pero luego dijo que muchas veces no le dan un asiento en el microbús, alguna vez fue maltratado por los serenos de la zona quitándole todas sus pertenecías. Luego de ese cobarde suceso fue a su casa me miró y dijo que tuvo que cantar alguna canción de bus en bus para llegar a su destino.
Me aguantaba las lágrimas y noté la naturalidad de Elvis con una mirada risueña y verdadera, en todos sus comentarios. Empezó a quitar la cascara verde que tenía el tamal. Hubo un minuto de silencio.
Le pregunto si quisiera almorzar conmigo, que yo pagaba la cuenta y responde que ya había almorzado, pero tenía al tamal desnudo en la bolsa, tal vez, esperando que me vaya pronto, se mete un pedazo a la boca, boto la cascara en un tacho y guarda el tamal en la bolsa blanca haciendo un nudo en esta.
Hablamos del resultado de la final de la Champions League, me dice que el Atlético Madrid merecía ganar aquella final, le doi la razón. Me dice con cierta ingenuidad: ¿en qué periódico saldrá la entrevista que le estoy haciendo? Le respondo que en un periódico de mi universidad, no me pregunta qué universidad, pero le ilusiona mucho, pero le miento por segunda vez.
Pregunté si había dormido alguna vez en la calle y me dice que, probablemente lo haga hoy, se ríe, pero dice que sí, muchas veces por ahorrar el pasaje ha dormido en plazas, parques, etc. Alguna vez durmió en un centro de desintoxicación, cuando se le hizo muy tarde y no volvería ahí, porque los jóvenes que habitualmente duermen, le robaron sus pertenecías a la mañana siguiente.
Conversamos, aproximadamente, treinta y cinco minutos, y Elvis me dice que tiene que volver a la chamba. Es muy probable que no vuelva a verlo y solo me haya aprovechado de él para un trabajo académico. Con una historia fascinante, Elvis, en su aún corta vida, vive y vivirá más singulares acontecimientos, entre populosas y conglomeradas calles. Probablemente vuelva hacer víctima de un atraco o abusos, pero él me da la mano. Se despide de mí, a modo de un hasta siempre, se apresta a trabajar como dirían los Mojarras, y tira para adelante.
Me alejo y se queda sentado en aquel murito de la tienda cerrada comiendo el tamal chino que le regalé.