*artículo de Gabi Romano, una de las administradoras de “Mujeres liberal-libertarias”.
Las políticas de acción afirmativa, cuotas de participación femenina y las llamadas “leyes de paridad electoral” constituyen procedimientos regulatorios e intervencionistas que quieren compulsivamente imponer determinados porcentajes de mujeres en áreas políticas, empresariales, educativas, parlamentarias, etc.
¿Deberíamos las mujeres apoyar sin cuestionamiento este tipo de medidas? No, de ningún modo. Al menos si las observamos algo más de cerca desde la mirada anarcoindividualista y desde un punto de vista libertario.
La posición histórica del feminismo estatista, en su vasta mayoría, ha sido defender las leyes de cuotas y promover la acción positiva, por cierto. Pero por diversas razones y varios argumentos se podría extensamente fundamentar porque no ha sido ni sería beneficioso adoptar y/o apoyar estas medidas.
Los principales fundamentos de rechazo se basan en cuatro cuestionabilísimos asuntos básicos:
1) Son promovidas en nombre de una categoría colectiva abstracta inexistente (“las mujeres”). Parte de una igualdad teñida de homogeneidad y ansía planificar asimismo una igualdad de resultados económico-sociales apoyándose en la intervención paternalista del Estado.
2) Se nos dice que persiguen el “Bien común” de ese colectivo abstracto e inexistente como categoría englobadora. Por la naturaleza de este tipo de medidas, terminan reciclando los prejuicios en contra de las mujeres, las victimiza y proyecta sobre ellas una minusvalía que debe ser equilibrada desde el Estado a través de una regulación que les “facilite las cosas”. Como señala Wendy McElroy “las mujeres exitosas solían ser acusadas de acostarse en su camino a la cima. En la actualidad, los hombres pueden acusarlas de acostarse con el gobierno.”
3) Se basa en un supuesto derecho a la compensación histórica que el daño patriarcal ha infligido a las mujeres, por lo que descansa en un solapado deseo de venganza enmascarado de “justicia”.
4) Distorsiona la competencia basada en el mérito, y por ello la vuelve injusticia al restarle libertad real a quienes naturalmente allí se deberían disputar una posición/cargo/puesto exponiendo sus habilidades, experiencias, conocimiento. Desde este punto de vista es el peligroso revés del cultivo del talento pues tiende al fomento de la peor cara de la ineficiencia proteccionista: la incompetencia.
5) Excluye y discrimina en espejo a los hombres, que por la razón expuesta en los dos puntos anteriores, deben “pagar” por los pecados de discriminación de los que se les imputa haber gozado al apoyar el “sistema de opresión” que ellos y sus ancestros han construido y explotado expoliando a las mujeres (sic).
Aunque sería muy extenso “genealogizar” en profundidad todas las razones que motivaron a promover este tipo de medidas, sí fue bastante correcto el diagnóstico del que se partió el siglo pasado (existencia de prejuicios sexuales, desigualdad de oportunidades, impedimentos absurdos para acceder a la educación, techo de cristal, etc.) pero incluso aunque buena parte del diagnóstico del feminismo histórico no era incorrecta, estas medidas de “discriminación positiva” fueron la extensión distorsiva de una justa reivindicación de igualdad ante la ley que estaba denegada no sólo a las mujeres.
Por lo que debemos decir sí a la igualdad ante la ley, pero lograda esta, digo un rotundo no a forzar la igualdad en los resultados, menos aún cuando todo esto se realiza desde la coerción estatal.
Las mujeres que tienen méritos reales en un área, llegarán, se las arreglarán, pondrán más garra en demostrar que el prejuicio es pre-juicio, etc. Pero no es el Estado y su función paternal (ni hablar de los políticos demagogos) los que revertirán los eventuales prejuicios de género sino la acción en sí de cada mujer en un ámbito dado. Un ejemplo tiene mucho más peso a la hora de revertir parámetros de evaluación previa desiguales que cualquier forzamiento por ley.
Margaret Mead no necesitó de cuotas para brillar en una disciplina tan joven como lo era la antropología en los años ´30. Sarah Weddington fue la persona más joven en ganar un caso ante la Corte Suprema -tenía 26 años- y había sido la única entre 120 muchachos al ingresar duramente en la Escuela de Leyes de la universidad. A Elizabeth Blackwell le rechazaron en 20 universidades su solicitud para estudiar medicina, pero no cejó, una la terminó aceptando y fue la primera mujer en graduarse y ejercer como médica. La financista Muriel Siebert fue la primera en obtener una banca en el New York Stock Exchange entre los 1300 hombres que componían ese board en los años ´60. Llegaron sin cuotas, sin esposos que las tutelaran, sin un Estado que les facilitara nada de nada. ¿Si les fue fácil? Para nada. Fueron rechazadas, ridiculizadas, claramente discriminadas por las más recalcitrantes conservadoras de su propio género y por el sexismo crónico de los varones de su época. Los obstáculos fueron muchos más que si ellas hubieran nacido hombres y decidido ir en esa misma dirección. Sin embargo por mérito, tesón, decisión, y competencia alcanzaron sus metas en las áreas correspondientes.
¿Así que cuotas? No, gracias. Es inmensamente más sano e inspirador mirar a estas y tantas otras mujeres que en la historia obtuvieron lo que desearon por sí mismas.
Desde mi punto de vista, pueden guardarse el favor de las cuotas donde no les pegue el sol. Con libertad real, competencia justa e igualdad ante la ley me basta. El resto será asunto de la calidad profesional, cualidades personales y un honorable sentido de la determinación.
Total y absolutamente de acuerdo. La discriminación positiva no es otra cosa que una herramienta de los demagogos, cosa que no solo consiste en una medida sin consistencia real, sino una ofensa hacia el género femenino por tratarlo de minusválido, sino una afrenta hacia el masculino por consistir en una imposición. Ni machismo ni feminismo: IGUALDAD.